Raúl Izquierdo Muñoz. Psicólogo. Coordinador Técnico. Asociación DUAL.
INTRODUCCIÓN
En el presente artículo nos hemos propuesto reflexionar acera de tres aspectos básicos directamente relacionados con la labor terapéutica y su repercusión sobre el paciente: el diagnóstico clínico, la interiorización funcional que de él hace el sujeto y la consecuente asunción de conciencia de problema.
Para ello, nos detendremos en analizar dos modelos de diagnóstico diferentes, el categorial y el dimensional, considerando de forma transversal sus implicaciones sobre la identificación del paciente y la optimización de la conciencia de “enfermedad”, para finalmente proponer una solución a los handicaps que ambos plantean.
EL DIAGNÓSTICO
Tal y como hemos comentado extensamente en diversos espacios, la ya de por sí compleja tarea del diagnóstico en psicopatología se complica aún más en el caso de la Patología Dual. No obstante y aunque realizaremos en adelante una reflexión técnica sobre este particular, no podemos dejar de manifestar que la vinculación clínica del trastorno por uso de sustancias y la presencia de enfermedades mentales dificulta en grado sumo la posibilidad de ajustar el diagnóstico clínico. De hecho, coincidimos con numerosos técnicos en destacar la importancia de que el paciente permanezca abstinente a tóxicos durante un tiempo suficiente (que variará en función de cada personas, pero que estimamos entre un plazo mínimo de tres meses y un periodo óptimo de seis), pueda permanecer en un entorno estable y controlado (preferentemente con supervisión clínica) y se adhiera correctamente a las pautas del técnico.
En cualquier caso y por acotar el denso aspecto del diagnóstico, aquí nos centraremos en el análisis somero del modelo categorial frente al dimensional, desde su origen y naturaleza hasta las repercusiones que en la práctica tiene para el paciente y los técnicos el uso de uno u otro.
DIAGNÓSTICO CATEGORIAL
De una manera breve y sintética podríamos decir que el diagnóstico categorial es aquel que asimila un conjunto de síntomas a una configuración diagnóstica concreta en función de una serie de ítems.
La tradición de este modelo diagnóstico en psicopatología es claramente médico – psiquiátrica, ya que asume la correspondencia directa entre la observación de una determinada fenomenología patológica y la asignación de una categoría diagnóstica diferenciada (o que al menos “se supone” que lo es).
Entre sus implicaciones encontramos las siguientes:
– Resulta altamente económico, en la medida en que toda vez que se ha identificado un determinado diagnóstico se le asigna un paquete de tratamiento. Y esto a priori no solo no es negativo sino que resulta altamente beneficioso para los sistemas de salud pública, en los que un médico debe atender a un ingente volumen de pacientes. De hecho, todos hemos sido tratados alguna vez (o la mayoría de las veces) de este modo: nos duele la garganta, tenemos fiebre y nos encontramos mal; el médico nos explora la faringe y observa que está notablemente irritada y que además tenemos puntos de pus en las amígdalas: diagnóstico, “amigdalitis”; tratamiento, antibiótico y analgésicos. En cuestión de pocos minutos hemos sido diagnósticos, se nos ha prescrito un tratamiento adecuado en consecuencia y en unos días estaremos completamente repuestos. Sería absurdo pensar que el médico deba hacernos un chequeo completo ante la “parsimoniosa” evidencia de que aquello no es más que una amigdalitis. Este modo de proceder, permite además que durante su jornada atienda a decenas de pacientes tan necesitados de su atención o más, que nosotros. Y sin lugar a dudas esta es una “enorme ventaja” del modelo de diagnóstico categorial.
– No obstante, sí es cierto que la categoría diagnóstica no ofrece información sobre las diferencias individuales entre pacientes igualmente diagnosticados. Y esto que en el caso de una amigdalitis puede resultar relativamente banal (y solo relativamente, porque no es lo mismo una infección de garganta para un fumador que para un no fumador, cara a su pronóstico) no lo es en absoluto en psicopatología, y mucho menos en Patología Dual. De hecho, en nuestra práctica profesional un determinado diagnóstico nos orienta más por lo que excluye que por lo que incluye. El hecho de leer en un informe que dos pacientes poseen diagnóstico de “Esquizofrenia Paranoide”, nos aporta poco en relación a la clínica diferencial entre ellos. Tanto es así que pueden mostrar perfiles clínicos completamente diferentes (incluso dando por bueno que el diagnóstico es completamente correcto para los dos). Uno de ellos puede sufrir más deterioro que el otro o mayor reefractariedad a la pauta psicofarmacológica, por ejemplo. Y aún nos quedaría incluir el factor “uso de sustancias”…
– De otra parte ya hemos mencionado en numerosas ocasiones, que el modelo categorial exige una gran capacidad de discriminación y ajuste, básicamente porque si nos equivocamos de diagnóstico nos equivocamos de tratamiento, lo que puede tener consecuencias iatrógenas (es decir, contraterapéuticas). Sin resultar excesivamente frívolos y con el único ánimo de ilustrar, este hecho representa la principal línea argumental de algunas series de televisión basadas en el trabajo de médicos que se enfrentan a enfermedades raras. En éstas podemos ver como la muestra sintomatológica “engaña” al médico que hierra en su juicio estableciendo un diagnóstico inadecuado que compromete la salud de su paciente. Ahora bien, sin especular con alarmismos televisivos sí es posible en psicopatología confundir un diagnóstico con otro e iniciar una intervención prescriptiva inadecuada. Por eso resulta fundamental la realización de un correcto seguimiento longitudinal.
Ahora bien, si el diagnóstico resulta una tarea compleja en el tratamiento psicopatológico tradicional, en el caso de la Patología Dual representa uno de sus principales “Talones de Aquiles”. Básicamente porque como en las series de televisión basadas en el diagnóstico médico, la muestra sintomatológica “confunde” al técnico, circunstancia que a todos los que nos dedicamos a esto no nos sorprende en absoluto porque ya sabemos que el uso de sustancias (y no solo el uso de sustancias) encubre o exacerba sintomatología propia de un cuadro de base existente o inexistente, según el caso. Para compensar este efecto el técnico necesita información y control, elementos de los que demasiadas veces carece debido a la problemática inherente a este grupo de pacientes.
– Por otro lado, el modelo categorial implica la exploración prioritaria de áreas patológicas y solo en segunda instancia y de forma ocasionalmente complementaria, la valoración de capacidades conservadas o potencialidades presentes, con el fin de ponderar el impacto dañino provocado por la enfermedad. Para expresarlo de una manera más llana: se busca lo mórbido, se localiza lo enfermo… y se trata. Sin embargo, esto que favorece la economía del modelo representa un sesgo hacia lo parcial en la observación holística del sujeto, descuidando así las potencialidades como factor activo de mejora.
De este modo, tanto médico como paciente aceptan una connotación marcadamente “negativa” de la relación terapéutica que se mantiene mientras existe el perjuicio o se intensifica cuando este aumenta de gravedad. Aunque desde la lectura más simple y absolutista esta conclusión pueda conducir a algún lector a “escandalizarse” desde su visión pragmática, en psicopatología este hecho no está exento de matices. Tanto es así que en nuestra práctica hemos podido observar la resistencia de algunos pacientes a acudir a sesión porque identifican que se trata de un espacio “para hablar de problemas”, o lo que es lo mismo, para referirse a lo malo de forma casi obligatoria.
Y es que a menudo, el modelo de tratamiento basado en el diagnóstico categorial se asimila al de gestión puntual de la patología mientras ésta permanece activa o cuando se agudiza, sin que tenga sentido atender al sujeto que la padece cuando éste se encuentra en proceso de recuperación inminente o una vez que ha resuelto su problema. Esta tradición en la que colaboramos todos ha calado dentro de nuestra cultura y, sin duda, no surge como consecuencia de este formato de metodología diagnóstica, sino que se debe más bien a una interpretación cultural del tratamiento de las patologías o incluso, y si cabe, de las “reparaciones” (en este último caso, existen numerosas personas que no entienden porque han de someter a revisiones a su coche o a ellos mismo cuando “todo va bien”; o lo que es lo mismo “cuando – parece – que nada mal”).
– En otro sentido, y esto sí es debido a la tradición médica (calando de nuevo en la cultura), el sujeto asume un rol pasivo que queda marcado en la propia definición de “paciente” que acepta casi de inmediato su rol de “enfermo”. De esta forma si hay un paciente, hay otro – o algo – que es agente (si algo es pasivo sobre ello recae la acción de algo activo), lo que repercute directamente en la implicación del “enfermo” en su tratamiento. Del mismo modo y por exclusión, si algo es pasivo, entonces no es activo. Analicemos, pues, sus implicaciones.
Proponíamos antes el ejemplo de la amigdalitis como paradigma frecuente de un diagnóstico realizado en un sistema de atención sanitaria masiva. Pero no nos hemos detenido a analizar la respuesta del paciente una vez que obtiene las recetas con las que recibirá tratamiento y oye (y tal vez no escucha) los consejos que por protocolo le ofrece el médico (evite fumar, no tome bebidas frías, beba mucho líquido…). Pues bien, conocemos infinidad de casos en los que el “paciente” porta su receta camino de la farmacia con un cigarrillo encendido y se encomienda a la noche y al antibiótico para funcionar a pleno rendimiento al día siguiente (sin dejar de fumar, por supuesto, y sin abandonar sus hábitos rutinarios). Y esto sucede por un fenómeno de “desimplicación” o “enajenación” con respecto a la patología: sufro una infección – ajena a mi – y tomo un antibiótico que – de forma enajenada con respecto a mi – ejercerá su función resolviendo el problema. De esta forma “nada depende de mi” y por tanto “nada especial debo hacer”. Aquí el sujeto pasivo es el enfermo y el activo “la cosa”, es decir, el medicamento que extermina al mal que sufro (que transitoriamente está en mi, pero con independencia de mi).
Señalábamos hace un instante que si algo es pasivo, entonces no es activo. No, no lo es, ni lo pretende. Pero sería interesante que atendiéramos a esos consejos del médico que obviamos una vez que disponemos de la receta: porque si evito fumar acelero y mejoro mi recuperación, porque si me esfuerzo por ingerir más agua que de costumbre hidrato la garganta y porque si eludo la ingestión de productos fríos reduzco la probabilidad de recidiva. Pero todos, por rentabilidad, preferimos ser pacientes… aunque no tengamos nada de paciencia!
– Otra consecuencia directa de este modelo y que destacamos en el título del presente artículo, tiene que ver con la identificación del sujeto y la asunción de conciencia de problema.
El modelo de diagnóstico categorial promueve el fenómeno de la identificación con la categoría diagnóstica, y esto es especialmente visible en psicopatología por contraposición a otros sectores de la medicina, circunstancia de la que no solo participa el propio enfermo sino el resto de la sociedad. Los que trabajamos en este sector estamos muy acostumbrados a ver como un paciente diagnosticado de Esquizofrenia se identifica a sí mismo como “esquizofrénico”; sin embargo, y reduciendo al absurdo el ejemplo de la amigdalitis, nadie con esa enfermedad se identifica (para sí y para otros) como “amigdalítico”. Pero lo mismo hacen los medios de comunicación: si un sujeto mata a su pareja y no tiene diagnóstico psiquiátrico se habla de “un asesino”, pero si además posee historial psiquiátrico o diagnóstico de Esquizofrenia se dice que “un esquizofrénico ha matado a su pareja” (sin que nadie se cuestione si ese acto está mediado, o no, por su patología, situación clínica a la que nadie aludiría si el asesino fuera diabético o trasplantado del corazón).
Podríamos pensar que la identificación podría depender del curso de la patología, es decir, si es crónica o aguda. Nada más lejos de la realidad: podríamos poner el ejemplo del Astigmatismo (nadie va por la vida identificándose como “astigmático”), pero incluso podríamos superarlo con el del Lupus Eritematoso o la Esclerosis Múltiple. Nadie duda de la presencia cotidiana y la importancia que estas enfermedades tienen para aquel que las sufre, pero estos pacientes tienden a identificarse como “afectados de” y no como “escleróticos” o “lupíticos”.
No obstante en psicopatología todos tienden a asumir la “categoría diagnóstica” como seña original de identidad. Afirmaciones como “soy esquizofrénico” o “soy bipolar”, están a la orden del día en nuestros trabajos. Esta necesidad de “ser” o “no ser” a veces llega a extremos insospechados en la relación con nuestros pacientes con Patología Dual: muchos de ellos nos interrogan acerca de qué pensamos nosotros que ellos tienen, ya que han sido diagnosticados en múltiples ocasiones, y como si se les hubiera cambiado de nombre muchas veces buscan uno que aunque no les satisfaga, al menos no les haga mucho daño.
En una ocasión, pudimos presenciar como la necesidad de uno de nuestros pacientes de identificarse clínicamente (tal vez para descansar un poco), situó las cosas en un término casi grotesco: el paciente nos comentó “estoy muy contento porque dice mi psiquiatra que ya no tengo Esquizofrenia que lo que ahora tengo es un Trastorno de la Personalidad” (!?).
El problema reside en que por más que un paciente conozca su diagnóstico o se identifique, más o menos patológicamente con él, esto no asegura que posea una Conciencia de Problema suficiente: de lo que implica, de cómo funciona, de cómo se trata o de qué hacer para mejorar y no empeorar. Y esto es especialmente común en los Trastornos de la Personalidad, de los cuales el paciente desconoce por completo su fenomenología (y le cuesta separar, claro, porque no consigue entender, y casi nadie le explica, que más que “él en sí mismo” el problema es “cómo es él”). Pero sobre la conciencia de problema hablaremos más detenidamente en adelante.
Así las cosas, sería oportuno que tanto el colectivo de pacientes psiquiátricos, como el de los técnicos que los atendemos, y la sociedad en general, hiciéramos un esfuerzo por trascender este fenómeno metonímico, que es tomar el todo por la parte, y que por definición desvirtúa nuestra percepción de la realidad y aleja a estas personas de la posibilidad de sentir y hacer sentir que son ciudadanos de pleno derecho.
– Por último y para concluir con el análisis del modelo de diagnóstico categorial, debemos reconocerle una última e incuestionable ventaja: permite agilizar la comunicación entre profesionales y orienta la exploración de otros especialistas (ya sea por exclusión o por inclusión como mencionábamos antes).
Este aspecto aumenta de forma exponencial su rentabilidad cuando el paciente recibe asistencia en varios dispositivos que han de coordinarse entre sí o siempre que este se vea sometido a múltiples derivaciones entre dispositivos.
DIAGNÓSTICO DIMENSIONAL
En cuanto al modelo de diagnóstico dimensional podríamos decir que es aquel que evalúa una serie de áreas estratégicas detectando déficit y potencialidades desde un punto de vista funcional.
Partiendo de una tradición más psicológica encuentra una expresión práctica evidente en los modelos de rehabilitación psicosocial y en todas aquellas metodologías de intervención que requieren de un análisis o evaluación funcional del sujeto.
Al igual que el anterior, plantea varias implicaciones de entre las que destacan:
– Resulta mucho más costoso establecer “diagnósticos”, y se incrementa la heterogeneidad clínica hasta niveles casi absolutos ya que lo que se obtiene es un perfil funcional individual para cada caso, lo que inevitablemente obliga a diseñar tratamientos individualizados para cada uno de ellos. Así las cosas, se realiza un “tratamiento” a la carta en función de cada paciente, situación que compromete la asistencia masiva en breves periodos de tiempo.
– En este caso, las fases de evaluación e intervención se solapan, ya que se diseñan Planes Individuales de Intervención, lo que hace preciso someter la estrategia técnica a una evaluación continua y a revisiones sucesivas, para proceder a realizar cuantas correcciones técnicas sean oportunas a lo largo del seguimiento longitudinal. Este aspecto también aumenta el coste del modelo en cuanto a la inversión de recursos técnicos y humanos.
– En todo caso, sí corrige el sesgo hacia lo patológico ya que posibilita una evaluación global y completa del sujeto trascendiendo la exploración exclusivamente mórbida. De este modo, atiende tanto a lo dañado como a lo conservado, para diseñar estrategias que permitan restablecer el equilibrio. Este aspecto se aprecia desde la práctica en todos los formatos de rehabilitación para personas con discapacidad (ya sea física, orgánica, psíquica o sensorial). En estos casos los técnicos no se centran tanto en el daño o el déficit y sí en lo conservado o la potencialidad de desarrollo: el daño se da por conocido y consumado, y es el momento de compensarlo o mejorarlo con los recursos disponibles actuales o futuros.
Para ilustrar esto, podemos poner un ejemplo relativamente frecuente en nuestra práctica profesional: algunos pacientes con Patología Dual gozan de buena salud física y muestran cierto interés por el desarrollo de actividades deportivas: en este caso se les estimula para que acudan a un gimnasio, lo que nos permite mejorar numerosos aspectos como por ejemplo, el drenaje de la ansiedad de base, la autoestima, la constancia, la competencia interpersonal y la propia salud física a la vez que la prevención de recaídas, ya que el deporte es una actividad incompatible con el uso de tóxicos (excluyendo como tales a los esteroides en el contexto de pacientes afectados por Vigorexia, que en principio no es el caso). Ni que decir tiene que el hecho de reducir la ansiedad de base aprovechando una facultad conservada tiene una repercusión eminentemente clínica ya que previene la posible activación puntual de determinada sintomatología psicótica. De este modo observamos como desde el modelo dimensional, el uso de lo conservado mejora lo mórbido o deficitario, mientras que en el modelo categorial más clásico el paciente recibe un bloque psicofarmacológico consecuente con su diagnóstico acompañado de varios consejos del técnico en relación a su enfermedad (y no a lo “no enfermo”).
– Por lo mismo, la posición del paciente cara al tratamiento es necesariamente “activa” lo que garantiza su implicación. No se trata ya de un sujeto pasivo sobre el que recae o sobreviene una enfermedad y al que se le manda un tratamiento farmacológico que debe ingerir y que le ha de obrar sin que él tenga nada, o poco, que hacer. En este formato, el “paciente” se implica desde la propia fase de evaluación colaborando activamente en las técnicas de exploración y participando incluso en el diseño de su plan de tratamiento. Efectivamente luego “ha de hacer” porque de su acción depende buena parte del éxito terapéutico.
Esta implicación sostenida en el tiempo tiene un reflejo inmediato y mantenido sobre la asunción de conciencia de problema. El paciente se va conociendo a sí mismo en su faceta dimensional, de entre cuyos elementos hay algunos patológicos y deficitarios, y otros conservados o susceptibles de desarrollarse. Puede llegar a saber “cómo es él”, o mejor “cómo él funciona” para ir ganando terreno en el plano de la “autonomía” y la “autogestión”, como objetivo prototípico de cualquier programa de rehabilitación.
– Del mismo modo se previene el fenómeno de la identificación con la categoría diagnóstica ya que no existe denominación como tal y sí, y en cambio, un análisis funcional de dimensiones. Este plano de lo nominal (por la categoría diagnóstica) frente a lo funcional (por las dimensiones dinámicas que perfilan la situación del paciente) es en el que se dirime la identificación o no del sujeto con su situación clínica.
De hecho connotamos como negativo o indeseado el fenómeno de la identificación por sus implicaciones estigmatizadoras y escasamente movilizadoras del sujeto con respecto a su situación. Por eso resulta especialmente atractiva la estrategia dimensional desde la observación de este aspecto: el paciente se fija en sí mismo como sujeto cuya configuración funcional consta de potencialidades y de limitaciones; como todo el mundo, igual, lo que favorece extraordinariamente la asunción de conciencia de problema y la motivación cara al tratamiento.
– No obstante y por otro lado, este modelo plantea una seria limitación en el área de la comunicación entre profesionales, ya que exige la elaboración de informes excesivamente tediosos para cada caso. De hecho, en nuestro desempeño laboral hemos llegado a recibir informes de pacientes que superaban los veinte folios de longitud, lo que no solo, y si se nos permite la broma, va en contra del medio ambiente (se destruye toner y papel), sino que sobre todo implica una exhaustiva tarea de expresión elaborativa por parte del emisor y una gran inversión de tiempo para el lector.
MODELO COMBINADO: UNA SOLUCIÓN “TÁCTICA” DE COMPROMISO
Tras el análisis hasta aquí desarrollado y en función de nuestra experiencia, proponemos un modelo que combine las ventajas de uno y otro, minimizando los evidentes handicaps que cada uno de ellos plantea. Con esto tratamos de mejorar tanto la fase de diagnóstico como la de intervención.
De este modo sí se utilizan categorías diagnósticas para facilitar la ubicación técnica entre profesionales (se trata de un abordaje clínico de “trastienda”), pero también se evalúan áreas deficitarias y potenciales.
No obstante matizaremos un poco más la naturaleza del modelo combinado:
– Cuando antes señalábamos que se utiliza la categoría diagnóstica para facilitar la ubicación técnica entre profesionales, queríamos señalar que el uso de esa categoría se circunscribe a la agilización de la comunicación entre las personas encargadas del tratamiento, y que esto se hace para contextualizar la clínica del caso, o lo que es lo mismo para orientar al compañero, quizá en la fenomenología que incluye pero sobre todo en la que excluye (es decir, si manifestamos que el paciente posee, por ejemplo, un único diagnóstico de Esquizofrenia Paranoide, estamos descartando que padezca cualquier otro cuadro parecido o no –especialmente del Eje II-, de modo que le orientamos para encontrarse la clínica de base prototípica; a pesar de que tendremos que ampliar esa información de modo dimensional).
Se trata de una tarea de “trastienda” ya que la misma comunicación diagnóstica nominal que empleamos entre técnicos no será la que utilicemos para dirigirnos al paciente. Esto no implica que se le oculte su denominación clínica, pero sí que ni la intervención, ni la comunicación con él, se apoyan en ese concepto.
– Por otro lado, realizamos un análisis de dimensiones funcionales básicas de rango clínico y psicosocial, lo que nos permite indagar acerca de áreas estratégicas de cara al diseño de su Plan Individual de Rehabilitación. Esto sí debe ser algo nítidamente visible y explicitable en la relación terapéutica con el paciente, que además colabora aportando sus propios objetivos ya sean de rango clínico o, más frecuentemente, de naturaleza psicosocial.
Por todo ello el paciente debe recibir una devolución clínica de naturaleza descriptiva obviando la “simple y llana” enunciación nominal de su diagnóstico. Sobre este particular hemos tenido oportunidad de comprobar su eficacia, especialmente, en el trabajo inicial con pacientes que conocen su diagnóstico de “Trastorno de la Personalidad”, pero que desconocen en qué consiste concretamente. En estos casos solemos trascender la denominación de modo que le planteamos de forma interrogativa sobre si “él ha tenido problemas graves con los demás, sus cosas, y consigo mismo” (se trata de problemas que se repiten una y otra vez, porque lógicamente están altamente condicionados por las características del Trastorno de la Personalidad “chocando” con un ecosistema global en el que no logra “integrarse”).
Este modo de proceder puede ilustrarse también con el ejemplo que poníamos más arriba cuando un paciente se mostraba enormemente satisfecho tras haber entendido que su psiquiatra le “rebajaba” el diagnóstico de Esquizofrenia Paranoide al de Trastorno de Personalidad (no especificaba más). Esta persona nos consultaba sobre nuestra opinión en un claro intento por encontrar una sanción (para este caso positiva) acerca de la variación diagnóstica que él había creído recibir.
Normalmente trascendemos el hecho diagnóstico para centrarnos en la fenomenología: “lo importante es aquello sobre lo que llevamos tanto tiempo trabajando: qué pasa cuando discutes con tu familia; por qué y cuándo sientes que la gente te quiere hacer daño; qué ocurre cada vez que te enfrentas a una situación nueva; qué estrategias puedes utilizar cuando piensas que tus compañeros hablan negativamente sobre ti…”. Todo esto posibilita que el paciente recupere capacidad operativa y trate de obtener control sobre sí mismo en relación a las cosas (las propias y ajenas, claro).
Esto mismo nos conduce a una nueva reflexión no desarrollada antes con respecto al poso cultural que el modelo de diagnóstico e intervención categorial deja en el conjunto de la sociedad. La tradición médica (decimos “médica” desde un punto de vista meramente descriptivo, ya que esto no se lo reprochamos tanto – o nada – al médico como sí al paciente), nos hace preguntarnos a todos sobre el fenómeno de la curación. Aquellos que estamos implicados de alguna manera en la atención a personas con problemas de salud mental o de drogodependencias somos interrogados por otros ajenos a esta labor acerca de la posible curación de este grupo de pacientes. No es, en absoluto, inusual que se nos cuestione, de forma más o menos manifiesta, sobre la realidad de que “si no se curan para qué los tratas”. Y esto sucede especialmente en el área de las drogodependencias donde el común de la población tiende a identificar al adicto con “un vicioso que se lo ha buscado”. Allí donde el enfermo mental genera rechazo por el temor que infunde (normalmente “por miedo a lo desconocido” o “a lo presuntamente incierto o imprevisible”, – por eso, y solo por eso, infunde temor; sino estimularía la lástima, nada sana para nadie, por cierto -), el drogodependiente genera rechazo por ser (de forma igualmente presunta) irresponsable o excesivamente hedonista. Habría que reflexionar acerca de cómo nuestros valores culturales introyectados afectan a nuestro juicio (sobre todo si nos dedicamos como técnicos a la atención de estos colectivos).
Cuando alguien nos pregunta acerca de la curación, está sugiriendo algo así como que algo que está enfermo sane y se restituya en plenitud, o lo que es lo mismo, que lo malo que antes era bueno, vuelva a ser tan bueno como era antes de malearse. En principio este concepto es plenamente arcaico, y además arbitrariamente desigual, ya que a nadie se le ocurriría cuestionarse que una enfermedad crónica sea abandonada por incurable (porque resulte imposible restituir plenamente su “sana” condición anterior). Desde la faceta más “didáctica” de nuestra labor asistencial nos vemos a menudo obligados a poner ejemplos de este tipo: “entonces, ¿debemos, o no, tratar a los enfermos de Diabetes, o de Esclerosis Múltiple, o de Síndrome de Crohn…?”. Tras esto la gente entiende, pero no acaba de comprender. Básicamente porque desconfía de unos enfermos y no de otros. Pero debemos aparcar aquí un apasionante debate que se aleja del objeto del presente escrito.
Las consecuencias derivadas de interiorizar (o anhelar) el concepto de “curación” tienen una repercusión directa sobre el propio paciente que a menudo nos pregunta acerca de sus opciones de resultar curado. Ante eso, y de forma sintética, volvemos a trascender el concepto: “se trata de mejorar, de eso se trata, y de estar razonablemente bien”; básicamente porque “nadie se cura de sí mismo” y esa la idea hacia la que debemos dirigir nuestra devolución técnica. Porque hablamos del sujeto global y no solo de su patología; porque hablamos de “todo” y no solo de “parte”. Desde este planteamiento es muy posible que hayamos dispuesto las bases para empezar a trabajar sin falsas expectativas.
Con todo estamos combinando ventajas de uno y otro modelo sin despreciar ninguno de los dos, porque uno nace de una tendencia nítidamente absolutista y el otro relativista. Por eso se trata de combinar lo absoluto y lo relativo, para que ni lo absoluto se tan tremendamente absoluto, ni lo relativo tan inasequiblemente relativo.
Se trata entonces de asistir al paciente de forma global atendiendo sobre todo a sus recursos disponibles pero sin dar de lado sus áreas “`patológicas”, “afectadas” o «deficitarias”.
Por concluir de forma sintética: entre técnicos daremos peso prioritario a la categoría y nos apoyaremos en el complemento dimensional para enriquecer lo primero, y con el paciente hablaremos de fenómenos, conjugando lo descriptivo y lo operativo, obviando la categoría o refiriéndonos a ella en fases avanzadas de tratamiento, solo a demanda de él y de forma preferentemente tangencial.
CONCLUSIONES
A lo largo de este documento hemos disertado acerca de dos modelos de diagnóstico cuyas consecuencias tienen un inmediato reflejo en la consiguiente estrategia de intervención. Esto no solo afecta a la labor terapéutica entre técnico y paciente sino que penetra conceptualmente en nuestro modo cultural de entender la relación asistencial entre una y otra parte, hasta el punto de que el hecho de recibir un determinado diagnóstico o ser tratado de una determinada manera tiene implicaciones incluso de pronóstico, afectando a la identificación del paciente con su patología así como a la resonancia de su contexto relacional de referencia, a su propia conciencia de problema o a la capacidad de involucrarse de un modo más o menos activo en su propia recuperación.
Aunque ambos modelos son muy diferentes y proceden de tradiciones asistenciales distintas, hemos logrado conciliar las ventajas de uno y otro con el único afán de superar sus déficit y proponer un modo más potente de diagnóstico – tratamiento en múltiples niveles. Y si bien es verdad que tratamos de ofrecer una alternativa procedimentalmente práctica, nos interesa más plantear una reflexión acerca de algunos principios metodológicos de base.
A pesar de las notables limitaciones de este formato de análisis, confiamos en que esta disertación haya resultado de su interés y le haya inspirado para platearse nuevas cuestiones vinculadas a la relación terapéutica o para abrir nuevas líneas de debate con sus compañeros. Para nosotros ha resultado un trabajado intenso pero enormemente gratificante. Tanto es así que hemos encontrado nuevos elementos con los que desarrollar futuras reflexiones.
Publicado por Raúl Izquierdo